Cada día repetía la misma historia. “Buenos días,
abuela, ¿ha dormido usted bien? Le traigo su desayuno, una manzanilla calentita
y un cruasán. Soy yo, abuela, Robledín, su nieta, la hija de su hijo Antonio”.
No tenía que mirarla para saber que estaba achinando los ojos mientras la
observaba de arriba abajo. A ver si hoy hay suerte.
Unos días con dos o tres fotos se hace la luz en su
mente, otros ni con el álbum entero. “Mire, abuela, le he traído unas fotos.
Aquí está usted en la escuela donde enseñaba a leer a los niños. También me
enseñó a leer a mí, abuela, cuando mamá se fue. ¿Se acuerda? Al cielo, abuela,
se fue al cielo. Mire, y aquí está usted con el abuelo el día de su boda. Qué
carita de susto tenía usted, apenas le conocía ¿verdad? Soy Robledín, abuela.
Sí, su nieta. ¿Se acuerda?”.
Hoy no hay nada que hacer. Hoy no encuentra
recuerdos en ese sótano oscuro en el que se ha convertido su memoria.
Aquella casa se había convertido para Robledín en
un lugar de refugio y añoranzas, donde su niñez tras la muerte de su madre
quedó arropada por los delicados cuidados de sus abuelos. No recuerda el
momento exacto en que todo se vino abajo y, esa terrible enfermedad hizo acto
de presencia en sus vidas, cuando dejó de hablar y de sonreír sin que ella
entendiera el porqué. Nadie en el mundo la quiso tanto como su abuela, y
perderla para ella, representaba el episodio más cruel al que tendría que
enfrentarse en esta vida...y era consciente de que eso no tardaría mucho en
llegar.
Robledín se despidió de su abuela, antes de que se
pusiera nerviosa, pero volverá mañana. Volverá a repetirle su historia cada día
hasta que, por desgracia, ya no tenga que volver a hacerlo.
1 comentarios:
Sentimiento puro. Amor sin aditivos.
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